miércoles, 4 de agosto de 2010

Más vale Cholo


Los libros –las obras no escolares, la ficción y la poesía, en pocas palabras: la literatura porque sí- no llegaron a mi vida sino hasta que tuve once años. Antes de eso, toda mi educación provino del teatro regional. Un tío atesoraba grabaciones con las obras de Héctor Herrera con la avaricia de quien cuida sus riquezas bajo el colchón. Copiaba una y otra vez esos cassetes quizás porque veía en ellos un patrimonio que desaparecería cualquier día. No se equivocó: hoy esas cintas han endurecido o son ya irreproducibles. Como en Fahrenheit 451, sólo me quedó la memoria para preservar la literatura de mi infancia.
Pocas veces pude ver las obras de Cholo en directo pero eso no impidió que me supiera muchos de sus diálogos de memoria. En cierto sentido, sus cassettes cumplían las mismas funciones de los libros: crear el espejismo de lo vivido. Ese teatro para ciegos fue una suerte de soundtrack con el que recibí las primeras lecciones de política, sexo y humor. Los parlamentos de las obras de Cholo eran tan brillantes que un par de décadas después no puedo asegurar cuáles montajes vi y cuáles sólo imaginé. A la distancia pareciera que siempre estuve ahí a unos metros del tablado.
En la navidad de 1985, quizás de 1984, un músico se encuentra con Santa Claus en la fila del Monte de Piedad. Hablan de la crisis y de los juguetes, de música triste y música alegre, muñecas de plástico y muñecas de verdad, de Yuri, “A mover la colita” y Víctor Cervera Pacheco. La obra no trataba de absolutamente nada, pero en ella latía la desordenada vitalidad de las conversaciones. Con apenas 7 años, yo desde entonces sospechaba que algo milagroso había en ese sketch, cuya mayor virtud –como en el mejor jazz - era hacerte creer que todo estaba aconteciendo en ese momento. Pasé semanas –posiblemente meses, aventuraría que incluso un par de años- desentrañando la estructura de una obra donde los temas se conectaban unos con otros a través de sutiles coyunturas. No había yo comprado mi primer libro y ya padecía la misma curiosidad de un formalista ruso.
Consumí sus parodias como quien escucha los discos de su banda favorita. Estreno tras estreno, de Cuna de perros a Mirando a tu mujer, inconscientemente fui educado en esa forma efectiva de la literatura que es la representación teatral. Escuchar a Cholo era escuchar a su público desternillarse de risa. De ese modo entendí que los chistes podían no estar fácilmente a mi alcance y, en esa niñez tan escasa de poesía, me esforzaba por interpretar frases cuyo auténtico significado se encontraba más allá de su sentido literal.
Fui un seguidor fiel de sus obras y en cambio siempre detesté sus películas. Le tocó una mala época en que lo común era participar en cintas vergonzosas como las de la India María, pero el auténtico motivo de su fracaso es que su hábitat natural era el teatro, el humor con denominación de origen. Cholo para todos los públicos era un Cholo al que era difícil encontrarle la gracia. El resto del país, del continente, del mundo, no comprenderá nunca qué diablos tiene que hacer un actor y libretista como él en un medio obsesionado por la globalidad, por tener éxito en veinte idiomas. Todos los obituarios le pondrán la etiqueta de “cómico regional” para disculparle a la gente el pecado de que no le entendieran.
Hoy murió Héctor Herrera, a las 12:40 del día, víctima de un derrame cerebral y un infarto. Este año –en que también murió Mauricio Kleiff- mi infancia se quedó sin sus dos últimos héroes.

1 comentario:

Rodrigo Solís dijo...

Magnífico escrito, máster. Gran homenaje a Cholo.