miércoles, 14 de noviembre de 2012

Prólogo (o último día para ser inmortalizado)




En Twitter y Facebook hay mucha gente como Maria Lourdes. Personas que no me conocen de nada (no se dejen engañar por el apellido, Solís resulta ser de lo más común en México, en especial en Mérida, solo hay que echarle un ojo a la letra S en la Sección Amarilla) que les llama la atención que sus seguidores o amistades estén diciendo que van a comprar algo llamado Mala Racha.

Incluso si Maria Lourdes fuera mi tía, se lo pensaría dos veces antes de desembolsar 22 euros por la novela de su ilustre sobrino desconocido. 22 euros en el Tercer Mundo es mucho dinero. En México es algo así como 382 pesos (incluida la comisión por comprar en PayPal).

La gente solo paga 382 pesos por obras de escritores renombrados, novelas gruesas de pasta dura como alguno de los libros de la trilogía Millennium de Steig Larsson.

Sin embargo, hay 91 personas que han creído en mí. En la calidad de mis letras. Que ahora mismo están sacrificando pequeños y grandes placeres. O la necesidad básica y primordial en un ser humano: la comida.
 



Por eso, mientras tecleo este post, mi corazón va a mil, y los ojos los tengo como un par de huevos fritos. Probablemente mi sueño de ser un best-seller jamás se concrete, y pase el resto de mis días envidiando a esas señoras y señores de lentes de pasta ancha que viven holgada y glamurosamente de las regalías de sus obras, sin la angustia de tener que conseguir otro trabajo para poder llegar a fin de mes; sin embargo, lo que nunca envidaré, son estos momentos, que probablemente un best-seller jamás ha experimentado, es decir, poder platicar y conocer uno a uno a los lectores de tu primera novela. Saber que tienes la responsabilidad de transportarlos a un mundo que los haga olvidar por un momento al hijo de puta de su jefe o al casero que golpea a la puerta para cobrar la renta.

¿Acaso mi novela cumplirá su cometido? El 100% de las casas editoriales mexicanas creen que no, o al menos eso creían hace un par de años cuando les envíe el borrador de mi novela.
 




Esos fueron solo dos ejemplos. En mi computadora tengo una carpeta donde almaceno varios gigabytes de rechazos editoriales. Si no fuera por Fiera (y varios amigos escritores y lectores) hace rato que sería comida de gusanos. Respiré profundo, saqué de mi cabeza la macabra idea de ingerir ácido muriático y/o robar un banco y morir acribillado a tiros, y seguí luchando.

En unas horas se cierra la cortinilla de la preventa para las personas que quieran aparecer para toda la eternidad en la sección de agradecimientos de la novela.

¿Acaso este post convencerá a personas como Maria Lourdes a comprar Mala Racha?  Probablemente no, por eso, hoy les mostraré el prólogo de la novela, cortesía de uno de los escritores que más admiro en el mundo, el señor Eduardo Huchín, que dicho sea de paso, es un personaje neurálgico dentro de Mala Racha.
 

La experiencia Pildorita
Por Eduardo Huchín Sosa
 
 
Conozco a poca gente que no haya recibido un correo de Rodrigo Solís al menos una vez en su vida. Algún lunes de 2005 ó 2006, cientos de empleados, oficinistas, estudiantes, encontraron en su Bandeja de Entrada un nuevo mail con el Asunto: “Pildorita de la Felicidad”. Más de uno abrió el correo en busca de alguna secuencia de frases de motivación e imágenes de atardeceres, pero obtuvo a cambio, una condensada diatriba contra el mundo moderno. Era como el primer cigarro, la primera botella, o el libro inicial: al principio no tuvo un buen sabor, pero con el tiempo el suceso resultó indispensable para explicar en qué nos habíamos convertido.
 
La adicción a Pildorita estaba llena de esas historias: yo no sabía, a mí me dijeron, nunca fue mi intención. Pero las decenas y cientos de personas que recibían los correos de Rodrigo estaban ahí, malversando horas laborales, absortas en esta o aquella historia, regocijándose en la vida y opiniones de un desconocido. Riendo a escondidas. En fin, haciendo eso que, en algún otro tiempo, se llamó lectura.
 
¿Cómo le hizo el señor Solís?, ¿cómo demonios se inmiscuyó en nuestras vidas? La respuesta podría adivinarse en su pasado como licenciado de administración, pero en realidad proviene de su sentido práctico de la literatura. Rodrigo tomó lo único que tenía a la mano –una computadora con conexión a Internet- y tras haber escrito un puñado de buenos artículos sobre la vida cotidiana, se puso a buscar lectores. No fue tras las editoriales, no hizo ruegos a los suplementos de cultura. Buscó -en cambio- todas las cadenas de internet que tenía en su bandeja de Spam, copió las direcciones e integró los nombres a una base de datos. Cada que tenía un nuevo texto, remitía primero cientos, luego miles, de correos, desde decenas de cuentas distintas, sometidas todas ellas a la capacidad máxima de envío. ¿Funcionaría? Lo ignoraba. Pero al menos era una forma de no quedarse a esperar que alguien más hiciera el trabajo.
 
El resultado fue estimulante. Después de algunos meses, sujetos iracundos le escribían al correo electrónico con la petición explícita de que no les siguiera jodiendo la existencia. El otro tanto decía exactamente lo mismo pero sin insultos.
 
Insistió. Renovó su base de datos. Con el tiempo, las respuestas se fueron volviendo menos ásperas. Apareció el primero que consideró a las Pildoritas un momento de respiro en la oficina. Después llegó otro al que no le pareció tal o cual idea, pero que al final, con letra más pequeña, había escrito “Gracias”. Alguien más le llamó “escritor”. La mayoría de los mensajes iniciaba: “No sé cómo has obtenido mi correo…”.
 
Ante el furor de los blogs, a Rodrigo no le pareció mala idea abrir uno con el material de sus artículos. Se trataba de conformar un espacio en la red donde cualquiera pudiera entrar, pero sobre todo donde una veintena diaria de despistados llegara tras realizar alguna búsqueda previsible –el futbol, sexo, chismes de espectáculos- y en lugar de eso encontrara un sitio adictivo, donde no faltaran el desparpajo, las burlas y las opiniones sobre temas incómodos.
 
Fue un éxito. Las visitas se multiplicaron y el público pidió dosis más frecuentes. Con habilidad de dealer, Rodrigo Solís había puesto suficientes ingredientes en sus textos para que el auditorio experimentara un rápido síndrome de abstinencia. Los comentarios se multiplicaron y en los momentos más lúcidos se volvieron una conversación entre lectores, y en los más divertidos, una oportunidad para que la gente perdiera el control y se pusiera a insultar a diestra y siniestra. Aparecieron locos con amenazas –el ejército de admiradores de Michael Jackson, funcionarios campechanos ofendidos por la mala promoción hacia el estado, la líder nazi de un sindicato de edecanes, un poeta que fingió su muerte – que dotaron al blog de un extraño hálito de irrealidad. El sitio había creado, a la par de lectores, una tropa peculiar de personajes.  
 
El secreto de la Pildorita estuvo y ha estado en sus componentes activos: los Data Pop, las tragedias menores, la televisión, la autobiografía precoz, Dios, la publicidad, el ridículo, las batallas familiares, la provincia, el futbol, los políticos, el cine, YouTube. Tómese la vida cotidiana y disuélvala en ácido clorhídrico. Sin embargo, pese a lo atractivo de su fórmula, la combinación por sí sola no hizo el milagro. Faltaba agregar la sustancia personal: la eficacia de un humor, despiadado, agudo, políticamente incorrecto. La marca de fábrica.  El sello Solís.
 
Y es que aquellos que hemos subrayado la nitidez de su prosa sarcástica sabemos reconocer sus filiaciones. De Bayly aprendió la exhibición impúdica y de Pérez Reverte, el arte de la bilis. Rodrigo no carece de héroes literarios, aunque más de un “intelectual” le haya cuestionado si sus escritos son en realidad literatura. Pero la respuesta es más que obvia. Sus coordenadas están marcadas por gente que, como él, hace literatura a su modo: Larry David, Jerry Seinfeld, Ricky Gervais, Woody Allen, Hernán Casciari. Su genealogía abarca a todos aquellos que han diseccionado la rutina para extraer de ella el infierno mínimo o amplificado en que hemos convertido el mundo. Por eso, Pildorita de la Felicidad más que un blog se convirtió en un sitio donde cultivar quejas gozosas.
 
El paso natural de un proyecto como el de Rodrigo Solís era transitar de la tecnología en red a la tecnología unplugged. Del placer de la pantalla y al placer de la página. La existencia de un libro con su firma sólo corrobora que su humor funciona en cualquier soporte, llámese conversación, internet u hoja impresa. Y si el acoso por e-mail, las búsquedas en el Google, los links desde los sitios web, le han servido para convocar lectores, no dudo que el azar, el recorrido en la librería, la recomendación boca a boca hagan otro tanto. La Pildorita es una incomodidad necesaria, algo que hacía falta en los estantes. Ahora ese mismo humor está a la vuelta de esta página, inoculando una novela donde una veintena de amigos y conocidos son ya personajes de ficción. Los veo (me veo) con un gesto que lo mismo remite al horror que al placer. Es el efecto Pildorita. Considérese usted afortunado.


¿Tampoco son suficientes las palabras de uno de los mejores escritores del mundo? Bueno, que mejor hablen algunos lectores.
 



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